Eran, entonces, calles y plazuelas en los rincones olvidados de la ciuda vieja. Cachitos de vida, refugios sin curiosos a la vista, para las gentes que amontanadas lo poblaban. Sabían, ellos y ellas, que estaban relegados, ninguneados, por muy cerca, demasiado, que estuvieran del centro, de la gente bien y sus prodigios o negocios.
Aún así, con sus edificios maltrechos, con sus viviendas chorreando humedad y unas calles estrechas y poco sol, aquellos pedazos de la ciudad se asemejaban a un barrio. Lo era.
Y en aquellas callejuelas crecí y corrí, hace años…